El aroma de la naranja (amarga)



Teníamos un ritual de primavera. Algunos domingos, cuando despertaba, encontraba en mi ventana un ramito de flores blancas. Yo me vestía rápido y salía hacia el monte con dos canastos y, en el bolsillo, la media de mujer que había robado alguna vez del cajón de doña Amanda. Lucía me esperaba en la cocina con la cacerola de cobre, limpia, azúcar y clavo de olor. Mientras ella fileteaba la cáscara, yo trozaba la pulpa y colocaba un poco, junto con las semillas, dentro de la media. Todo iba a parar a la cacerola, y esperábamos. Eran esperas de sudor en la piel y jadeos ahogados. Aunque el abuelo siempre pescaba los domingos, a mí de daba terror la idea de verlo en el umbral de la puerta. Lucía era salvaje y dulce a la vez, igual que las flores de azahar esparcidas bajo los naranjos.

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