Huella


Para que el bosque
no se pierda
el otoño
dibuja una huella
sobre la nieve.

Muy Feliz Navidad y todo lo mejor para el 2010.

El Bosque de Orquídeas




Se apagan las hojas
de otoño bajo sus pies
juega la niña a dar vueltas
y vueltas
cae
entre espirales de risa
el bosque ya no
oculta.

Un árbol desprende un halo
de pétalos sutiles
desciende púrpura o magenta
una orquídea se posa
blanca
en su pecho pequeño
y comienza a latir.

Aguatierra


¿Qué tienen que ver una bañadera y la cosecha?
¿En dónde se unen la chiquita que mira con ojos profundos, detrás de un vidrio, y el sombrero colgado en la pared?
Rituales. Todo conjuga en esa pequeña, gran ceremonia de adoración pagana, o no. A veces tan cotidiana, donde ningún elemento es ajeno.
En el inicio, mi cuerpo fue líquido. La Tierra también. Después, mis pies se cubrieron de polvo y nacieron las montañas.
Y el caos no es tal. Es la unión en la esencia, una vibración sutil. Como estas imágenes que flotan en algún lugar entre la tierra y el agua. Como la bruma de la madrugada que duerme sobre el lago, o sobre un campo de trigo.

Oscuridad


La noche desgarra mis certezas con uñas
cae el silencio en copos y cubre
la madrugada me sorprende en cuclillas
¿la cama? intacta
sólo un par de alas de mármol
en mis párpados.

Patagonia


En piel de guanaco envolvieron sus pies enormes
y soltaron huellas de cuero sobre la arena
o tal vez Pathagon dejó su cabeza de perro
a orillas del mar.

Tierra de contrastes de vida muerte agua
sequía viento y paz
colosos de piedra o de hielo
misterios fósiles que buscan su nombre
y nosotros la razón
de su magia.


Piedras


No existe el tiempo nada está cerca
ni lejos sólo es
la bahía se aleja se tuerce al oeste
el monte cuela todavía un poco
desprende llamitas en su pelo de niño
pero él camina estudiando formas texturas colores
un paso otro paso se detiene
la elige y la arroja a las fauces
se quiebra el espejo él observa
quieto
vuelve a buscar.

No existe el tiempo nada está lejos
ni cerca sólo es
como las marcas del viento y el agua
sobre las piedras.

El hombre


Sus manos rústicas no saben de libros
hablan de leguas leen la tierra
no conoce el compás tiene las estrellas
sobre su lecho
se le escapan las esdrújulas pero quedan
crepúsculos y océanos
detrás del humo que desprende su mate
sólo observa en silencio
al hombre citadino que habla mucho
y no sabe o no puede
reconocer al sabio
frente a él.


Estepa


El viento arremete desde el oeste y
resopla como potro
un vallado atraviesa el terreno yermo
intenta en vano confinar
(la soledad)
sólo un mar de gramíneas
(yace sometida)
la estepa aún conserva
el pasado de araucarias
(en su memoria fósil).

Círculos



Herida de llanura la mirada
yerra vagabunda, investiga formas
un ojo de buey observa el fuego
en cada ola que rompe
prisionera en un limbo de sal
alguien grita, alguien llora
quiere volver.
Se escuchan las voces de los náufragos
en la comba de los Golfos, como eco
y ballenas que suspiran por sus lomos
las entrañas del mismo mar.
Más lejos la roldana de un aljibe
se queja de sequía
alrededor del fogón una cruz sostiene
la carne tierna del que fuera cordero
otras pastan en un círculo de palos
otras, que hoy son vida y mañana
sangre.
La negrura tiñe las fronteras, borra todo
deja el cansancio iluminado
en rostros que esperan el fin
del ritual.
Como erizos, cantos rodados o
las marcas que dejan las gotas en el polvo
esta tierra vive, late y está hecha
de círculos y sueños.

El baño (fragmento ínfimo)


Se queda inmóvil bajo la superficie calma. Del agua jabonosa emergen sus rodillas como témpanos gemelos. Acaricia la parte sumergida, lleva sus dedos un poco más profundo. Una palma busca su ombligo, se detiene mientras el índice dibuja círculos concéntricos entre los pliegues. Ahora sube un poco y siente algo allí dentro, algo que empuja, quiere salir, como bulbos de azucena bajo la tierra. Hunde su pecho, no quiere ver.

Roces




El desvelo me cubre de hilos finitos, que rozan, me erizan. Prefiero salir. Una espina separa a la ciudad (y a mí) del océano. Mis pies se posan sobre el cemento, avanzan. Una a una, vértebra a vértebra, baldosa a baldosa. El viento helado me enciende la cara y busco refugio. "Praia Baleia" dice el cartel, voy hacia la de siempre. Al fondo, en el rincón, junto al ventanal, y a la salamandra.
Pido un café con leche: Gracias, digo cuando me lo traen. Tras el vidrio, la ausencia engulle mis ojos y no queda más que imaginar. Gaviotas y petreles durmiendo entre olas. Gigantes marinos bamboleándose (igual que yo), como no teniendo dónde ir. El silencio se vuelve blanco entre resoplidos y emanaciones. Y otra vez negro.
La mano. La pluma. La sangre se mezcla y la tinta cae. Manchones en la hoja en blanco dibujan una historia que comienza con una ruta que bordea el mar, y Wish You Were Here.

Cartas y fotos


África. Tantas veces me había contado acerca de aquellas extensiones náufragas, donde perduran las pasiones y los instintos. Yo cerraba los ojos y volaba con ella. Entre flamencos y lagunas. Me protegía contra el viento para que los rinocerontes no olfatearan nuestra presencia. Nos escondíamos para observar a los hipopótamos y nos reíamos al imaginarlos bostezar.
(...)
Era evidente que quien tomó la foto estaba tirado en el piso y muy cerca. Seguramente fue tomada con un gran angular porque la cabeza del león parecía exageradamente grande. Tenía los ojos cerrados, pero no dormía. El cazador posaba invicto, sosteniendo su Springfield con mira telescópica. La otra foto fue tomada un poco más de lejos. Se veía a la pareja y, por detrás, la sabana y algunos arbustos. El cazador seguía de rodillas, en postura de gladiador victorioso. La mujer, de mirada incómoda, apoyaba su mano sobre la bestia dormida. El viento ondulaba la melena del león.

















De eso se trata



Un muro que rodea algo, o alguien (¿tal vez a mí?). Sombras oscuras que se proyectan sobre las piedras pero también un árbol (o dos) y una tierra fértil que ancla, nutre, deja crecer. Pocos elementos. Y la luz. Ya no hay oscuridad cuando la sombra nace de la luz y del árbol. Ya no hay armadura en las piedras que se funden con las nubes.
Un muro, un árbol (o dos), la sombra, la tierra. Y la luz.
Pocos elementos.
Tan simple.
Tan complejo.
(La vida misma).
De eso se trata.

Esto recién empieza

A Pancho, extrañándolo.
(La foto se la saqué allá por el dos mil, en alguna playa solitaria de Península Valdés. Y el que sigue es un extracto de un mail que me escribió unos años más tarde, en agosto del 2002, durante su estadía como residente en Alemania).

Hoy salí antes del hospi. Me prestó la secretaria de mi jefe su superlaptop y me senté a escribir. Mando este delirio, este manojo de sueños bien mezcladitos.

(No se copan los alemanes para tomar mate, y agarro el teclado y lo hago de goma)

Me clavé un par de noches solo, han hecho bien. Como si después que algo se siembra, le llueve encima y todo se queda quietito, esperando el primer brote, de un verde hasta medio pálido. Pero fresco y puro sale lo que la semilla manda, y las circunstancias únicamente deben conformarse con modelarlo un poco.

Me acompañó en la aventura mi viejo compañero, ese de tintes rojizos, un tanto seductoramente diabólicos. Una noche increíble se dejaba ver a través del fondo de mi aguantador vaso; cada vez que éste pedía otra batalla, se teñían las estrellas de sangre.

No sabés qué lindo y qué difícil y punzante es para mí estar lejos del pago. Lo más sabroso es, sin duda, el hecho de saber de dónde uno es, de que a uno lo quieren y quiere con más ganas que nunca. En medio de la inmedible extrañada se siente cada tanto un perfume que me dice "ssshhhhssshhhh", como se le dice a los caballos de lomo nuevito. Ese sonido que viene desde muy adentro me hace tranquilizar, llega como una caricia en medio de un grito desesperado. Nadie lo puso sino que se fue armando a través del paso del tiempo, es lo vivido, lo que uno sabe que le gusta, es lo que hace calmar la tormenta. Saber lo que uno quiere da esa seguridad tan añorada en los momentos de ceguera.

Me salió muy fuerte preguntarme: ¿Qué carajo hago acá? En vez de buscar una respuesta concreta (pocas cosas la tienen), paré un poco la pelota y miré un poco la situación. Tuve de alguna manera una vida tan poco clásica, tan alejada de los Ingalls, que ahora el hecho de estar acá es tan solo un capítulo mas. ¿Por qué duele tanto? Y será porque se quiere mucho; pero, no es malo querer, ¿no? Es alejarse de lo conquistado para salir de nuevo a la cancha.

En un mundo de teorías, lo fantástico que tiene planear un poco, es que se las desafía como si no existieran. Se siente, uno, bien libre.

La cuestión es que esto no deja de ser una oportunidad increíble para aprender un poco más de algo que esta bien (asi debería ser levantarse a la mañana). Para mi es ciencia, está bien pero está tan lejos de la magia. Es posible que todo ese vino, lo que quiso es tapar la injusticia de no dejarme ver un glorioso amanecer con mi gente, por un puñado de cositas nuevas que aquí aprendo. Las cosas en Alemania sí son fascinantes, un sistema que funciona como un reloj, hace todo, aunque un tanto aburrido. Te impacta como algo que funciona. Y en algunas cosas, cuando algo funciona, hay menos injusticias. Una cultura diferente te desafía a que, día a día, la vayas descubriendo. No te deja caer cómodo, te pide atención o si no, te quedás afuera.

La cabeza me planea grande; somos presos, de alguna manera, de nuestra libertad. Es fantástico pero cansador. Pero si no estuviese, me muero, le quitaría todo sabor, como día a día que uno se plantea de lo grande a lo chiquito. La cabeza, para dar vueltas, no pide permiso a nadie.

Es grande lo que nace en uno al caminar un poco por la calle mirando. Cuando uno ve a un chico y a su papá, no sabés cual tiene más cara de chico. Sobre todo frente a un titiritero. Es un clásico: todos los dueños se parecen a su perro.

Armando cuentos, lo más intrascendental te invade todos los días y te hace pasar por todo un montón de situaciones tan ridículas que hasta abrazan. En un minuto se me viene a la cabeza: si la caliente es la izquierda o la derecha, lo mismo pero para atornillar, ¿cual es la puta diferencia entre la llave inglesa y la francesa?, ¿por qué siempre me olvido de devolver el video?, si agrandar o no el combo, si tirar o no el boletín de 3ro, si te alcanza o no para pasar (o no) al camión, si llamar o esperar a que te llame, si primero es con S y después con C, qué groso los superheroes, el pozo del quini y siempre el gatillo del ¿Que Harias?, las llaves, chori o paty, si justificar o aceptar, si respetar o pisotear, si pasarla o creerse el Diego, querer o no querer con 24, guardarte un poco de coca o tomártela toda ahora, las caras en un bondi a la mañana y a la tarde, huirle a la lluvia o dejarla que moje, pizza o amor.

O de repente, mirando el techo con todos los músculos del cuerpo relajados, tirado en la cama, sin frio, sin calor, sin hambre, sin ganas de un pucho, simplemente ganas de que se pare el reloj por un momento, y que así, ese momento no dura sino que se queda, que el segundero deje de violar sin respeto y lleno de atropello, los ruidos no parecen existir, parece como que hasta no vemos con los ojos sino que sólo proyectamos con la cabeza lo que creemos que pensamos.

Cualquier cosa te hace retorcer el cerebro, tratando de escurrirlo para volver a ese momento que te hizo latir el groso, como nada más lo hace cuando algo importante pasa, tratar de traerlo lo mas nítido posible: la música y quién me ha robado el mes de abril, una Bossa Nova que relaje, que sangre el recuerdo con el tema de aquella noche, alguna Samba que te haga ver todo mas especial. Lo mismo con los lugares, con tocar algo, con un sabor, ¡con oler! De repente se te viene ese asadito, ¡Ay, ese Hijo de Puta! Núcleo de placeres nunca tan respetados como en el momento de añorarlos, lo que pasó anoche con los detalles para los amigos, todos los detalles, culo o tetas depende del espectador, donde estaría ahora si ... Como pidiéndole a la vida que sea uno de esos "Elige tu propia aventura", el "¡qué loco! ¿no? Uy cómo pasó el tiempo, rápido o despacio -una pregunta irrelevante-, que la posta es que pasa. Y no para.

Qué rica la morcilla fría con el pan fresquito y el primer trago de vino con el fueguito que chispea pidiendo que lo acuesten. Qué bueno, de alguna manera, compartir. En los momentos que no, qué bueno haber compartido. Aparece acá una iglesia más vieja que media docena de cabildos, un montón de tradiciones que, en vez de sentirlas como propias, abrazan fuerte como un cuento te agarra la atención en manos de los que saben contar.

El juego de seducción también sigue a pleno, mirar a tu jefe con cara de "está todo bien" y despues mirar a la secretaria con el mismo mensaje, pero de verdad. Esa camisa queridísima, ya no tan blanca, del buen algodón que hace que la piel grite gracias cuando te aterriza en los hombros. Seduce el buen scotch cuando entra con un poco de acid jazz, se apasiona la boca a merced del buen seviche, agradece la vida cuando el perfume de la mañana, propio o ajeno, entra como una flecha al laboratorio de la cabeza y como resultado, sale. Que venga entonces un buen desayuno. Y se busca. Se busca pasar una noche con un despertar de verdad, ya sea despertar en una nueva vida; con resoluciones; con más seguridades que miedos; con saber quién es esa persona que podemos mirar a los ojos y llamarla mi principio y mi final; con no tener miedo a saltar, ya que las piernas siempre dan.

Hay cosas que simplemente no se amanzan, perderían su magia. Nadie la tiene clara, es lo lindo, nadie tiene un talento para la vida. Simplemente cada tanto sale algo de adentro que te deja hacer una de lujo.

Evidentemente, cada vez que pienso adónde apuntar, las posibilidades parecen reirse del cuadro. Cuando la aguja apunta adonde el rojo late, el mundo, mi mundo me sienta en las rodillas y me dice "sonaste pibe, esto te gusta mucho".

Esto, esto recien empieza.

Pancho

(Stuttgart, 1º de agosto de 2002)


El aroma de la naranja (amarga)


Estoy parado en la esquina de Chile y Defensa. Aferrado al poste que sostiene los carteles, tratando de no caerme. Me siento desdoblado entre el hombre, y el niño de pantalones grises hasta la rodilla, que silba mientras espera que pasen los colectivos para cruzar la calle. Trato de recordar dónde vivía.
Sé que en algún lugar entre San Telmo y Montserrat, pero no me acuerdo en qué calle. Tampoco volví a preguntar. Tengo recuerdos vagos: el damero blanco y negro de la entrada al edificio, la puerta, tan alta que el buzón que decía "cartas" me quedaba por encima de la cabeza. Y el olor rancio de don Ignacio, siempre en la vereda. En su banquito de patas de aluminio y cuerina color sangre. Se sentaba con las piernas abiertas, y a mí me daba la impresión de que su enorme panza se iba a estrellar contra el piso. Hola, nene, me decía. Y sonreía exponiendo con orgullo sus encías rojas, inflamadas de tanto tabaco, desnudas salvo por tres o cuatro dientes. Aprendí pronto a no meterme en su radio de alcance; luego del saludo, su mano aterrizaba donde pudiera. Y la del 5º"C" le tenía terror.
Nuestro apartamento –1º"I", segundo bloque por escalera– daba al patio de portería. O de porquerías porque allí iban a parar todas las cosas que tiraban los vecinos. Una vez cayó un martillo del 4º"H", le pasó raspando a la cabeza del hijo del portero. Don Quintás alegó que estaba clavando el burlete y que se le escapó la herramienta, pero todo el mundo sabe que los burletes no se clavan.
Era un dos ambientes milagroso. No porque se apareciera la Virgen, o mi madre fuera a sonreir. Milagroso porque un día mi padre trajo un biombo, lo puso a un metro de donde tenían su cama y dijo: ¡Ahora tenemos un dos ambientes! Ella dijo: Qué milagro, y siguió picando cebolla. Creo que mi padre era soñador, idealista, alegre. Mi madre, no. 
Un día de octubre, tal vez como hoy, yo estaba dibujando cuando apareció. Cosa rara porque nunca llegaba de trabajar antes del anochecer. Tenía la mirada desencajada, los ojos llorosos y muy hinchados. Sólo me dijo: Fermín, a tu padre lo detuvieron cuando iba camino a su trabajo, se lo llevaron. Tarde o temprano iba a suceder. Siempre con esas estupideces de la "lucha" y la "causa". No tengo idea de a dónde se lo llevaron y supongo que no va a volver. Nunca vuelven. Un día te van a agarrar y me vas a dejar sola con el chico, le decía yo. Y al final tuve razón. El muy idiota nos abandonó. No me preguntes qué vamos a hacer porque no lo sé. Es más, no me molestes con preguntas.
Se me incrustaron las uñas en las palmas cuando la vi desaparecer detrás del biombo. Sentí cómo su cuerpo caía, pleno, sobre la cama pero no escuché sus lágrimas. Así se quedó. Llamaron de su trabajo al día siguiente. Y al siguiente. Al tercero, dijeron que si no se presentaba a trabajar se podía considerar despedida. No me animé a decírselo, supongo que la despidieron. En esos días intenté que se levantara, que comiera algo (yo no sabía preparar más que salchichas) pero no quería nada. Antes de que se cumpliera una semana, apareció una mujer robusta, a quien yo jamás había visto, acompañada de un hombre. Se presentó como mi "tía Amanda", me dijo que la había llamado la del 1º"G" y me preguntó dónde estaba mi madre. Cuando señalé, el hombre se acomodó los anteojos y pidió permiso. Es doctor, se excusó la mujer. Nos sentamos, ella y yo, a esperar. Al rato salió el hombre y sólo dijo: Hay que internarla.
La tía Amanda me preguntó si me animaba a quedarme solo durante un par de horas, mientras ella acompañaba a mi madre y al doctor al hospital. Sí, le dije yo. No te muevas de acá que voy a venir a buscarte, dijo ella. Yo estaba sentado en el banquito, al lado de la puerta del baño. Y no me moví. En un momento me dieron muchas ganas de hacer pis. Escuchaba el agua correr de la canilla con el cuerito roto, y me dieron más ganas. Me hice pis encima. Pero no me moví. No sé cuántas horas tardó la tía, ya era de noche cuando volvió. Creo que se hizo la que no vio mi pantalón mojado, sólo me dijo: Tu mamá va a estar bien, pero se tiene que quedar un tiempito en el hospital. Vos te vas a venir a vivir conmigo a la isla, pero esta noche la vamos a pasar acá. ¿Por qué no te das un baño? Yo preparo algo de comer.
Le dije que no tenía mucho hambre y desaparecí en el baño. ¿La isla?, pensé. Yo sólo conocía la isla de Robinson Crusoe. Ahí tenía planeado escapar cuando fuera un poco más grande, pero en vez, terminé de pinche en Tribunales. ¿Cuándo vuelve mi mamá?, pregunté mientras los fideos se enfriaban en el plato. Va a tardar un poco en recuperarse, dijo la tía, pero vos no te preocupes. Te va a gustar dónde vivo, y yo soy buena, ya vas a ver.
Al día siguiente me hizo preparar un bolso con ropa y cosas favoritas. Era pequeño. Tomamos un colectivo hasta Constitución, nunca había visto tanta gente y me dio tanto miedo que no me despegué de doña Amanda. Esperamos un rato y tomamos el sesenta. Yo me senté junto a la ventana, veía pasar los coches, la gente, los barrios como si estuviera en el cine. Llegamos a Tigre y, por primera vez, me subí a un barco. Era el más grande que había visto de cerca y hacía tanto ruido que los pájaros salían volando.
Los pocos días se transformaron en varios años: mi madre nunca fue a buscarme. Doña Amanda era, tal cual me lo había anunciado, una buena mujer. Circulaban historias sobre ella: que había sido bellísima, pero le había pasado la vida. Que se había ido a vivir al Delta después de una historia de vergüenzas familiares, pero que nunca se había adaptado del todo. Y era evidente que no había podido tener hijos. En su casita de madera sobre el río, vivíamos los tres. Su marido se llamaba Tomás, pero él se presentaba como: "Tomás Juárez, valiente capitán de la "Forastero", la chata arenera más noble del Delta". Y todos lo conocían como el "Capi". Pasaba mucho tiempo embarcado con la excusa de que tenía que cargar arena de tal arroyo y llevarla a tal otro. Era un marino que nunca vio el océano. El río era su mar. Y cada muelle, un puerto. Y en cada puerto, un amor. Pero los muelles estaban cerca, y el río traía voces. Y aromas. No sólo de madreselvas, de otras madres también. Y los aromas llenaban de lágrimas los ojos de doña Amanda. Pero a pesar de su tristeza me cuidó bien, con enorme cariño, en una casa sencilla pero digna. Nunca faltaban naranjas en la batea de la cocina ni flores en el jarrón de la sala.
El verano en que cumplí catorce fue el verano de la peor sudestada. Y de Lucía. La primera vez que la ví estaba en la orilla del Espiga Negra, hacía señas desesperadas con los brazos. Me acerqué con el bote y la vi llorar como nunca había visto llorar a una mujer. Me perdí, logró decirme, creció el agua y me perdí.
El abuelo de Lucía había sido remero para el Ribereño. Cuando dejó de competir, no pudo abandonar su río y se compró una casa medio destruída, que fue arreglando con los años. Ella lo visitaba seguido porque le gustaba la libertad: andaba descalza, fumaba y se bañaba desnuda en el río. Era dos años mayor que yo. Y me enseñó.
Teníamos un ritual de primavera. Algunos domingos, cuando despertaba, encontraba en mi ventana un ramito de flores blancas. Yo me vestía rápido y salía hacia el monte con dos canastos y, en el bolsillo, la media de mujer que había robado alguna vez del cajón de doña Amanda. Lucía me esperaba en la cocina con la cacerola de cobre, limpia, azúcar y clavo de olor. Mientras ella fileteaba la cáscara, yo trozaba la pulpa y colocaba un poco, junto con las semillas, dentro de la media. Todo iba a parar a la cacerola, y esperábamos. Eran esperas de sudor en la piel y jadeos ahogados. Aunque el abuelo siempre pescaba los domingos, a mí de daba terror la idea de verlo en el umbral de la puerta. Lucía era salvaje y dulce a la vez, igual que las flores de azahar esparcidas bajo los naranjos.
Tengo dibujada la imagen acuosa de la última vez que la vi. Sería poco antes de las seis de la mañana de un río calmo. Mientras esperaba a la lancha colectiva en el muelle común, prendí un cigarrillo. Ella apareció entre la bruma, en camisón y descalza. ¿Te vas?, me preguntó. Sí. ¿Volvés? No sé. Acercó su cara, su cuerpo, y deslizó una bolsita de tela en mi mano. De esas que preparaba ella para aromatizar los cajones. Para que me pienses, dijo.
Hay aromas que nunca te olvidan, quedan impregnados en algún lugar. Y te hacen perder el equilibrio. Para mí es el de las naranjas amargas cociéndose a fuego lento sobre la piel de Lucía. O el del sudor mezclado con azúcar, de su cuello. O el clavo de olor en su ombligo.
O el de los azahares secos en bolsitas de tela, como los que lleva la vendedora ambulante que pasa a mi lado, en el preciso instante en el que estoy por cruzar Defensa.