El aroma de la naranja (amarga)


Estoy parado en la esquina de Chile y Defensa. Aferrado al poste que sostiene los carteles, tratando de no caerme. Me siento desdoblado entre el hombre, y el niño de pantalones grises hasta la rodilla, que silba mientras espera que pasen los colectivos para cruzar la calle. Trato de recordar dónde vivía.
Sé que en algún lugar entre San Telmo y Montserrat, pero no me acuerdo en qué calle. Tampoco volví a preguntar. Tengo recuerdos vagos: el damero blanco y negro de la entrada al edificio, la puerta, tan alta que el buzón que decía "cartas" me quedaba por encima de la cabeza. Y el olor rancio de don Ignacio, siempre en la vereda. En su banquito de patas de aluminio y cuerina color sangre. Se sentaba con las piernas abiertas, y a mí me daba la impresión de que su enorme panza se iba a estrellar contra el piso. Hola, nene, me decía. Y sonreía exponiendo con orgullo sus encías rojas, inflamadas de tanto tabaco, desnudas salvo por tres o cuatro dientes. Aprendí pronto a no meterme en su radio de alcance; luego del saludo, su mano aterrizaba donde pudiera. Y la del 5º"C" le tenía terror.
Nuestro apartamento –1º"I", segundo bloque por escalera– daba al patio de portería. O de porquerías porque allí iban a parar todas las cosas que tiraban los vecinos. Una vez cayó un martillo del 4º"H", le pasó raspando a la cabeza del hijo del portero. Don Quintás alegó que estaba clavando el burlete y que se le escapó la herramienta, pero todo el mundo sabe que los burletes no se clavan.
Era un dos ambientes milagroso. No porque se apareciera la Virgen, o mi madre fuera a sonreir. Milagroso porque un día mi padre trajo un biombo, lo puso a un metro de donde tenían su cama y dijo: ¡Ahora tenemos un dos ambientes! Ella dijo: Qué milagro, y siguió picando cebolla. Creo que mi padre era soñador, idealista, alegre. Mi madre, no. 
Un día de octubre, tal vez como hoy, yo estaba dibujando cuando apareció. Cosa rara porque nunca llegaba de trabajar antes del anochecer. Tenía la mirada desencajada, los ojos llorosos y muy hinchados. Sólo me dijo: Fermín, a tu padre lo detuvieron cuando iba camino a su trabajo, se lo llevaron. Tarde o temprano iba a suceder. Siempre con esas estupideces de la "lucha" y la "causa". No tengo idea de a dónde se lo llevaron y supongo que no va a volver. Nunca vuelven. Un día te van a agarrar y me vas a dejar sola con el chico, le decía yo. Y al final tuve razón. El muy idiota nos abandonó. No me preguntes qué vamos a hacer porque no lo sé. Es más, no me molestes con preguntas.
Se me incrustaron las uñas en las palmas cuando la vi desaparecer detrás del biombo. Sentí cómo su cuerpo caía, pleno, sobre la cama pero no escuché sus lágrimas. Así se quedó. Llamaron de su trabajo al día siguiente. Y al siguiente. Al tercero, dijeron que si no se presentaba a trabajar se podía considerar despedida. No me animé a decírselo, supongo que la despidieron. En esos días intenté que se levantara, que comiera algo (yo no sabía preparar más que salchichas) pero no quería nada. Antes de que se cumpliera una semana, apareció una mujer robusta, a quien yo jamás había visto, acompañada de un hombre. Se presentó como mi "tía Amanda", me dijo que la había llamado la del 1º"G" y me preguntó dónde estaba mi madre. Cuando señalé, el hombre se acomodó los anteojos y pidió permiso. Es doctor, se excusó la mujer. Nos sentamos, ella y yo, a esperar. Al rato salió el hombre y sólo dijo: Hay que internarla.
La tía Amanda me preguntó si me animaba a quedarme solo durante un par de horas, mientras ella acompañaba a mi madre y al doctor al hospital. Sí, le dije yo. No te muevas de acá que voy a venir a buscarte, dijo ella. Yo estaba sentado en el banquito, al lado de la puerta del baño. Y no me moví. En un momento me dieron muchas ganas de hacer pis. Escuchaba el agua correr de la canilla con el cuerito roto, y me dieron más ganas. Me hice pis encima. Pero no me moví. No sé cuántas horas tardó la tía, ya era de noche cuando volvió. Creo que se hizo la que no vio mi pantalón mojado, sólo me dijo: Tu mamá va a estar bien, pero se tiene que quedar un tiempito en el hospital. Vos te vas a venir a vivir conmigo a la isla, pero esta noche la vamos a pasar acá. ¿Por qué no te das un baño? Yo preparo algo de comer.
Le dije que no tenía mucho hambre y desaparecí en el baño. ¿La isla?, pensé. Yo sólo conocía la isla de Robinson Crusoe. Ahí tenía planeado escapar cuando fuera un poco más grande, pero en vez, terminé de pinche en Tribunales. ¿Cuándo vuelve mi mamá?, pregunté mientras los fideos se enfriaban en el plato. Va a tardar un poco en recuperarse, dijo la tía, pero vos no te preocupes. Te va a gustar dónde vivo, y yo soy buena, ya vas a ver.
Al día siguiente me hizo preparar un bolso con ropa y cosas favoritas. Era pequeño. Tomamos un colectivo hasta Constitución, nunca había visto tanta gente y me dio tanto miedo que no me despegué de doña Amanda. Esperamos un rato y tomamos el sesenta. Yo me senté junto a la ventana, veía pasar los coches, la gente, los barrios como si estuviera en el cine. Llegamos a Tigre y, por primera vez, me subí a un barco. Era el más grande que había visto de cerca y hacía tanto ruido que los pájaros salían volando.
Los pocos días se transformaron en varios años: mi madre nunca fue a buscarme. Doña Amanda era, tal cual me lo había anunciado, una buena mujer. Circulaban historias sobre ella: que había sido bellísima, pero le había pasado la vida. Que se había ido a vivir al Delta después de una historia de vergüenzas familiares, pero que nunca se había adaptado del todo. Y era evidente que no había podido tener hijos. En su casita de madera sobre el río, vivíamos los tres. Su marido se llamaba Tomás, pero él se presentaba como: "Tomás Juárez, valiente capitán de la "Forastero", la chata arenera más noble del Delta". Y todos lo conocían como el "Capi". Pasaba mucho tiempo embarcado con la excusa de que tenía que cargar arena de tal arroyo y llevarla a tal otro. Era un marino que nunca vio el océano. El río era su mar. Y cada muelle, un puerto. Y en cada puerto, un amor. Pero los muelles estaban cerca, y el río traía voces. Y aromas. No sólo de madreselvas, de otras madres también. Y los aromas llenaban de lágrimas los ojos de doña Amanda. Pero a pesar de su tristeza me cuidó bien, con enorme cariño, en una casa sencilla pero digna. Nunca faltaban naranjas en la batea de la cocina ni flores en el jarrón de la sala.
El verano en que cumplí catorce fue el verano de la peor sudestada. Y de Lucía. La primera vez que la ví estaba en la orilla del Espiga Negra, hacía señas desesperadas con los brazos. Me acerqué con el bote y la vi llorar como nunca había visto llorar a una mujer. Me perdí, logró decirme, creció el agua y me perdí.
El abuelo de Lucía había sido remero para el Ribereño. Cuando dejó de competir, no pudo abandonar su río y se compró una casa medio destruída, que fue arreglando con los años. Ella lo visitaba seguido porque le gustaba la libertad: andaba descalza, fumaba y se bañaba desnuda en el río. Era dos años mayor que yo. Y me enseñó.
Teníamos un ritual de primavera. Algunos domingos, cuando despertaba, encontraba en mi ventana un ramito de flores blancas. Yo me vestía rápido y salía hacia el monte con dos canastos y, en el bolsillo, la media de mujer que había robado alguna vez del cajón de doña Amanda. Lucía me esperaba en la cocina con la cacerola de cobre, limpia, azúcar y clavo de olor. Mientras ella fileteaba la cáscara, yo trozaba la pulpa y colocaba un poco, junto con las semillas, dentro de la media. Todo iba a parar a la cacerola, y esperábamos. Eran esperas de sudor en la piel y jadeos ahogados. Aunque el abuelo siempre pescaba los domingos, a mí de daba terror la idea de verlo en el umbral de la puerta. Lucía era salvaje y dulce a la vez, igual que las flores de azahar esparcidas bajo los naranjos.
Tengo dibujada la imagen acuosa de la última vez que la vi. Sería poco antes de las seis de la mañana de un río calmo. Mientras esperaba a la lancha colectiva en el muelle común, prendí un cigarrillo. Ella apareció entre la bruma, en camisón y descalza. ¿Te vas?, me preguntó. Sí. ¿Volvés? No sé. Acercó su cara, su cuerpo, y deslizó una bolsita de tela en mi mano. De esas que preparaba ella para aromatizar los cajones. Para que me pienses, dijo.
Hay aromas que nunca te olvidan, quedan impregnados en algún lugar. Y te hacen perder el equilibrio. Para mí es el de las naranjas amargas cociéndose a fuego lento sobre la piel de Lucía. O el del sudor mezclado con azúcar, de su cuello. O el clavo de olor en su ombligo.
O el de los azahares secos en bolsitas de tela, como los que lleva la vendedora ambulante que pasa a mi lado, en el preciso instante en el que estoy por cruzar Defensa.

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