Roces


El desvelo me cubre de hilos finitos, que rozan, me erizan. Prefiero salir. Una espina separa a la ciudad (y a mí) del océano. Mis pies se posan sobre el cemento, avanzan. Una a una, vértebra a vértebra, baldosa a baldosa. El viento helado me enciende la cara y busco refugio. "Praia Baleia" dice el cartel, voy hacia la de siempre. Al fondo, en el rincón, junto al ventanal, y a la salamandra.
Pido un café con leche: Gracias, digo cuando me lo traen. Tras el vidrio, la ausencia engulle mis ojos y no queda más que imaginar. Gaviotas y petreles durmiendo entre olas. Gigantes marinos bamboleándose (igual que yo), como no teniendo dónde ir. El silencio se vuelve blanco entre resoplidos y emanaciones. Y otra vez negro.
La mano. La pluma. La sangre se mezcla y la tinta cae. Manchones en la hoja en blanco dibujan una historia que comienza con una ruta que bordea el mar, y Wish You Were Here.
-¿A dónde me llevás? -le pregunté, como si me importara.
-Al Doradillo, tengo que ver si hay animales varados. ¿Te preparás unos mates? El termo está atrás. Y hay unas medialunas de La Anónima en una bolsa de papel.
Me solté un momento el cinturón de seguridad y busqué el mate, la bombilla y el termo dentro del estuche gris. Cargué la yerba y acaricié las manitos marcadas a fuego. Tapé la boca, lo di vuelta, sacudí y la puse de costado. Eché agua despacio, para mojar. Con cuidado, puse la bombilla y chupé. -El primero es del cebador -dije y me miró con ese gesto de nomeimporta que tanta gracia me hacía. Iba clareando, los únicos sonidos que se escuchaban eran la música de Pink Floyd y los golpeteos del ripio contra el chasis. Él no es de muchas palabras, menos en estas circunstancias. La música y los mates iban llenando.
-Ponete el cinturón y agarrate -dijo mientras doblaba primero a la derecha (hacia el mar) y luego enfilaba ladera abajo por el cerro Prismático. Es un instante, se contiene la respiración como quien va a saltar. A la izquierda, los acantilados parecen un ejército congelado en el momento previo al ataque. El mar lame sus pies, sus borceguíes, una burla, como niños haciendo morisquetas a la guardia real. El vértigo y, un momento después, la panza de la camioneta rebotaba sobre un colchón de arena. -¿Estás bien? -me preguntó. -Sí -dije- y si no fuera un lío, te pediría que lo hagamos otra vez.
-Ni que fuera la primera -dijo y largó un suspiro.
-Ni la última.
Avanzamos por la playa, en silencio. Él estaba muy concentrado haciendo su trabajo. Buscaba animales varados, esperando no encontrarlos. Es un misterio por qué ocurre. Una señal, una orden de quién sabe dónde y el animal nada, nada. Yo lo observaba. Su mano sobre la palanca. Sus muslos tensarse bajo la gabardina, en cada cambio de velocidad. Me daban ganas de sentir las fibras. Todavía la playa estaba desierta pero en unas horas comenzaría a poblarse. Niños que corren hacia el agua, cautivados por el descubrimiento de esas enormidades tan gentiles, parejas, seres que sacan fotos, algún lector solitario, familias que buscan el poco reparo de las dunas para un asadito dominguero. De repente la camioneta disminuye su velocidad y tuerce su trompa. Quedamos mirando el mar. -¿Viste algo? -pregunto. -No. Sólo tengo ganas de parar un rato.
Mi mano se movió hasta ubicarse en el borde de su asiento, cerca del doblez de su rodilla. Las suyas estaban enlazadas. Me miró con desconfianza, adivinando que era yo quien estaba por romper el pacto. Volvió su mirada a la espuma. Apoyé el dorso en su pierna, con la palma abierta. Él la tomó, con fuerza pero sin decir nada. Así nos quedamos un rato.
-Contame -le dije.
-¿Qué querés que te cuente?
-Lo que me contás siempre que venimos acá.
-¿Otra vez?
-Sí. Me encanta escucharte, tu voz, me embriagan tus historias.
-Un día te voy a emborrachar, pero de verdad -dijo mientras se reía, bajó un poco la música. -Mirá. ¿Las ves? Dos madres, con sus crías. Están muy cerca, apenas a unos treinta metros de la orilla. ¿Sabés por qué vienen acá? Si, sabés pero igual te cuento. Buscan estas aguas poco profundas para poder amamantar. Las crías son frágiles y pequeñas -dijo con un poco de sarcasmo- apenas cinco metros y tres toneladas al nacer. Y la madre busca la boca del pequeño para inyectarle la leche que es muy espesa, para que no se pierda en el agua. Esto es más fácil en aguas poco profundas, como éstas, y hace que podamos verlas tan de cerca.
Siguió hablando de la vida y el mar. Esas historias que había escuchado muchas veces antes, pero no me cansaban. Tampoco podíamos hablar de otras cosas. Así lo habíamos pactado. Pero yo no aguanté.
-Mañana a la noche sale mi ómnibus. Otra vez lo mismo. Cada vez que vuelvo a la ciudad me pierdo en el agobio de sueños oscuros. Me anestesio. Y me atrofio todos los días un poco. Hasta que vuelvo. Vos me confundís. Pero no puedo ahogarte.
Él apretó su mano y nuestros poros se fusionaron.
-Hace poco vi una película china -dijo- en una de las escenas había una mujer en cuclillas junto a una laguna. La rodeaba un bosque de bambú. Sus cabellos recorrían su cuerpo hasta sus pies, y ambos apenas tocaban el agua. La mujer cantaba y su canción hablaba del bosque. Decía que sus ramas eran especiales porque, llenas de sentimientos, esperaban que las toque el viento para soltarlos. -Y mirándome por primera vez en un rato largo, continuó -a veces somos como ese bosque, hasta que alguien nos toca.
-Sí. Una brisa que nos roza. Pero nos hiere y después se va. Y se lleva todo, hasta la ausencia -dije y solté su mano, estaba demasiado fría.
El viento empezó a soplar con más fuerza y al entrar por las rendijas, su grito calló nuestras voces. Él sólo arrancó la camioneta y volvió a concentrarse en lo suyo; la playa, los fantasmas varados y algunas anotaciones (incomprensibles para mí) en su cuaderno. En algún momento dijo: Tengo que volver a la Uni. Está bien, dije yo. Tuve frío, se dió cuenta, me alcanzó su campera. ¿Qué vas a hacer hasta mañana a la noche?, preguntó. No lo sé, dije. Supongo que ir a la biblioteca a terminar de juntar información. Escribir un poco, si puedo. Quizás la visite a Andrea. ¿Querés cenar esta noche?, preguntó. ¿Tiene sentido?, retruqué. No lo sé, dijo, algo vencido. Llegamos a mi hotel y la despedida de siempre. Nos vemos cuando nos veamos, dijo. ¡Mierda! ¿Por qué siempre lo mismo? Vos y tus ballenas de mierda y tus delfines de mierda y tu perro de mierda y tu casa de mierda, donde no hay lugar ni siquiera para mi tazón de café. Me largué a llorar como siempre, como cada vez que me dejaba en el hotel, como ante cada nos vemos cuando nos veamos. Él me abrazó, me corrió el pelo detrás de las orejas y me dio un beso, en la mejilla. Como siempre.
La mano, la pluma y lágrimas caen sobre la hoja. Un río de tinta, de sangre, de agua y de sal. La yema de mi dedo juega con las palabras húmedas, las va borrando. Hurgo, busco, y no encuentro. ¿Dónde está? Vuelvo para atrás en mi cuaderno, una, dos, cinco, nueve hojas. Y en todas lo mismo. Palabras borradas, finales tachados y la hoja cruzada con una raya, gruesa, diagonal. Vuelvo a la última, a la de hoy, pienso: Hoy sí, hoy lo voy a encontrar. Pasan las horas, pasan los cafés, algún tostado y varios intentos. El reloj que me dice que es hora de partir y yo, me resigno. Tomo mi lápiz de dibujo, el Nº6, y una vez más, despacio, trazo la diagonal, gruesa, a pulso firme. Cierro mi cuaderno, lo guardo en la mochila y voy desandando camino hacia la estación. El Rápido de la Estepa aguarda el momento de partir, busco mi lugar junto a la ventana, el omnibus arranca, toma la ruta. La noche me acobija en la certeza y pienso: La próxima vez, sin dudas, y en la próxima hoja.

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