Hebras

Se escapan del agua y van subiendo entre lupinos y godecias. Sufren los colores (los padecen) hasta fundirse en el ventanal. Del otro lado, mi abuela borda. Sus manos terminan en pestañas de gacela que cuentan una historia (en punto cruz). La hamaca cruje de ida de vuelta mientras sus ojos (los otros) quedan suspendidos. Mi abuela borda y recitan sus dedos, callan las diagonales.

El fuego acompaña y yo estoy tirada en el puf escuchando la púa recorrer los surcos del vinilo. El libro abierto, sobre mis rodillas. Sissi y Francisco José se casaban en Viena. El aroma a piñas quemadas se enrieda con el de los scones que se hornean en la cocina. Ella me pide que ponga la mesa. Cierro el libro y busco los individuales con flores y los platos y tazas de cerámica pintados a mano. Afuera las montañas no se reflejan. Me impresiona el color de la mermelada de sauco, tan oscuro tan profundo que parecería chuparse quién sabe qué cosa. Tan distinta al velo morado que quedará, un poco más tarde, sobre la masa humeante. Unas abejas petrificadas custodian la miel de algún peligro. Apoyo la tetera en el mármol y caen las hebras. El chorro hirviendo hace que griten. Gritos de anís y de naranja

Mamá avisa que ya está el té. Mi abuela se quita los anteojos y los deja sobre la banqueta, junto al panamá, la aguja cruzada y los hilos. Sus manos estiran su saquito de lana (por los costados) y aplanan algo sutil sobre su vientre. Nos sentamos a la mesa, se sirve el té, nos pasamos la mermelada, el queso, la miel. Tomo un scone con las dos manos, separo las mitades y espero mientras la manteca se derrite.

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